En El Salvador, la creación del CECOT (Centro de Confinamiento del Terrorismo) no es solo una construcción simbólica. El uso del término “terrorismo” como justificación para encerrar sin juicio a miles de personas resuena peligrosamente con la doctrina que impuso Estados Unidos tras el 11 de septiembre de 2001: la supuesta “guerra contra el terrorismo”.
Bajo ese manto, Washington diseñó una red internacional de secuestros, detenciones ilegales y desapariciones forzadas que incluyó centros clandestinos de tortura, vuelos secretos de la CIA y el llamado programa de rendiciones extraordinarias, mediante el cual ciudadanos eran capturados ilegalmente en terceros países y trasladados a otros sin garantías ni debido proceso.
Este programa fue objeto de múltiples denuncias internacionales, investigaciones del Parlamento Europeo, informes de relatores especiales de la ONU y hasta una solicitud de investigación preliminar ante la Corte Penal Internacional (CPI).
Guantánamo, Abu Ghraib y los “black sites” de la CIA se convirtieron en sinónimos de la perversión del derecho internacional en nombre de la seguridad. Hoy, el CECOT se erige como el Guantánamo centroamericano. Un centro de reclusión masiva donde miles de personas, entre ellas ciudadanos migrantes venezolanos, son encerradas sin acusación formal, sin juicio, sin acceso consular y sin garantías mínimas. En muchos casos, ni siquiera han cometido delito alguno en territorio salvadoreño.
Esta lógica del enemigo interno, del castigo colectivo, revive prácticas que deberían estar proscritas por el derecho internacional contemporáneo. No se combate el crimen violando tratados, ni se construye justicia en cárceles que funcionan como zonas de excepción jurídica.
Paradójicamente, mientras Bukele criminaliza a migrantes y detiene arbitrariamente a extranjeros en su territorio, cuestiona a Venezuela por haber actuado en defensa de su soberanía al detener en condiciones legales y con pruebas a ciudadanos estadounidenses involucrados en la Operación Gedeón, un intento frustrado de golpe de Estado y magnicidio contra el presidente Nicolás Maduro. A esos ciudadanos se les capturó en flagrancia, armados, con confesiones grabadas, coordinados por empresas de seguridad de EE.UU.
El contraste es revelador: mientras Venezuela enfrenta una guerra económica, financiera y diplomática impuesta por potencias extranjeras, y aun así actúa bajo parámetros jurídicos internos y del derecho internacional, El Salvador secuestra y encierra a venezolanos inocentes por el solo hecho de haber migrado.
En este contexto, es necesario recordar el caso de Alex Saab, diplomático venezolano secuestrado en Cabo Verde por órdenes de Estados Unidos, mientras cumplía una misión humanitaria en medio de la pandemia para adquirir alimentos, medicinas y combustible, todos bloqueados ilegalmente por las llamadas “sanciones” unilaterales. Saab estaba investido de inmunidad diplomática como enviado especial del gobierno venezolano, conforme a la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas.
A diferencia de quienes conspiran con armas en la mano, Saab no llevaba fusiles sino documentos de compra de medicinas. Sin embargo, fue detenido ilegalmente, incomunicado, torturado, extraditado y enfrentó un secuestro, violatorio del derecho internacional. El objetivo era castigar a Venezuela por intentar proteger a su pueblo. Las detenciones de venezolanos en El Salvador violan de forma flagrante múltiples tratados ratificados por ese país, como: Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP); Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José); Convención contra la Tortura de la ONU; Convención de Viena sobre Relaciones Consulares; Convención Internacional sobre Trabajadores Migratorios; Convenio 143 de la OIT.
Además, podrían configurarse crímenes de lesa humanidad conforme al Artículo 7 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que tipifica como tales la privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales del derecho internacional, la persecución de un grupo nacional y la deportación forzosa, cuando se cometen como parte de un ataque sistemático contra una población civil. Frente a estas violaciones, el Estado venezolano no puede permanecer inmóvil. Tiene el derecho, y el deber, de denunciar estos hechos ante organismos internacionales, incluso la Corte Internacional de Justicia y la Corte Penal Internacional.
Mientras algunos levantan cárceles como símbolo de fuerza, otros levantan principios como símbolo de dignidad. Venezuela, pese al asedio, ha defendido su soberanía, sus instituciones, y ha buscado preservar el bienestar de su pueblo incluso cuando ha sido condenado por hacerlo. Hoy, la comunidad internacional debe decidir si seguirá tolerando que se apliquen estándares distintos según conveniencia geopolítica. Porque lo que ocurre en el CECOT no es seguridad: es castigo extralegal al mejor es lo de los criminales que dicen rechazar.
Fuente: FuserNews